miércoles, 29 de abril de 2009

Capítulo V. Hoy no me puedo levantar

Amanece Tortuosa con cielos despejados y temprano, muy temprano. Como todas las mañanas, mi tía me acaricia suavemente con su brazo y susurra junto a mi oreja.
-¿Viento?...¿Viento?...venga Viento, que es hora de despertarse y de tomar tus cereales- mi tía, cariñosa, me vuelve a repetir.
-¿Ya?- digo yo siendo consciente de que es hora de levantarse para ir al cole, pero haciendo como que no me he enterado bien, para ganar unos minutillos más de cama. Claro está que a la tercera va la vencida y es cuando mi tía ya no es cariñosa ni nada parecido.
-¡¡VIENTO!!...levántate de una vez, vístete y baja a desayunar- ordena mi tía urgente para que aquello no se convierta en una rebelión matutina.

Me visto, bajo y desayuno, pues mi tía se encarga todos los días de llevarme al cole y luego acude a su trabajo. No le gusta llegar tarde, por lo que no hay tiempo que perder. Con tanta prisa no soy consciente de que esa mañana junto a mi casa, el número 21 de la calle Carlos Romero Martínez, famoso torero de Tortuosa, sigue existiendo una pintada que amenaza a mi tía Antonia con la muerte. Sólo soy consciente cuando salimos del portal y veo esas letras rojo sangre que dicen aquello tan feo que ya os conté...No me explico como he podido olvidarlo.

Lo curioso es que mi tía hizo como si en aquella pared no hubiera nada escrito. ¿Acaso era ciega? Está claro que lo que cantaba en aquel muro de ladrillo eran las faltas ortograficas de la pintada con letras negras: “VASTA DE INJUSTISIA, TODOS SOMO UMANO”. Pero al ladito justo estaba la otra, la que unía en la misma frase aquellas dos palabras clave: “matar” y “Antonia”. Me quedé tan sorprendido que no me dio tiempo a reaccionar ni a decir nada.

Uffffff. Otra vez clase de Lengua. No os podéis imaginar lo que me costaba aguantar la hora dedicada a sujetos, predicados, complementos y toda la pesca. Y lo peor de todo es que llevaba unos días vistiendo de rojo y no había ningún tipo de respuesta por parte de María. Se comportaba igual que siempre, no dejaba claras las cosas. Vamos, que ni caso. Allí me teníais mirando embobado por la ventana, al infinito, para ver si allí encontraba la señal que estaba esperando, la dirección en la que tenía que caminar. No sabía si tanto rojo en mi vida, por aquello de las camisetas, me estaba afectando al cerebro y no me dejaba pensar con claridad. Mientras meditaba, aparecieron unos donuts volando y cantando, surcando el cielo creando espirales que no tenían fin. Pienso que eran los efectos de la inanición. Desde hacía dos horas no probaba bocado y mis tripas ya empezaban a mandarles señales al mundo exterior. Era como un concierto de barriga y se lo estaba dedicando a todo el mundo. Al principio me daba vergüenza que me sonaran las tripas, pero una vez que te acostumbras, es cuestión de disfrutar de ese canto celestial que anuncia la llegada del recreo. Faltaban cinco minutos para el descanso de la mañana y se me estaban haciendo eternos.

José “El tornillo” era mi mejor amigo y esa mañana se empeño en averiguar que era lo que me pasaba. Era un tío que valía mucho.
-Viento, ¿qué te pasa que no comes apenas?- sólo me había comido un plátano y dos peras y, aunque pudiera parecer mucho, aún me quedaba por lo menos medio paquete de galletas, que estaba engullendo lenta y dolorosamente, casi por inercia.
-Uff, no sé- comencé, pues no sabía como decirle lo que sucedía.
-venga ya, cuéntame. Seguro que es por María ¿a que si?- Me preguntó sabiamente, como sólo los amigos saben hacer. El era mi mejor amigo y sabía que María me gustaba, así que no era difícil saber que ocurría. En mi caso si no era tema de comida, el problema era María.
-María no me hace caso, no sé, parece como si yo fuera alguien más, simplemente- confesé con resignación.
-Bueno, eso es normal. María no le hace caso a nadie, ella hace lo que le da la gana.
-Pero, creo que me escribió una carta de San Valentín, ¿por qué crees que visto siempre de rojo?- le informé.
-jajajajajajaja, así que es por eso- rió sonoramente- nosotros pensamos que tu tía mezcló ropa blanca y ropa de color, roja claro, jajajajaja-volvió a reir.
-Jolines, como sois, es que siempre estáis de cachondeo- le dije seriamente.
-bueno, no te enfades. ¿Seguro que la carta era de María?- Preguntó sembrando la duda en mi.
-Además, ¿sabes lo de la pintada? – intenté cambiar de tema.
-Qué pintada.

No sabía muy bien si era buena idea contarlo o no, pero como “el tornillo” era mi mejor amigo, pensé que lo suyo era que lo supiera. Le conté todo con lujo de detalles y en su ojos vi sorpresa y curiosidad al mismo tiempo. Quedamos para realizar algunas investigaciones por la tarde, una vez que hubiéramos acabado nuestras obligaciones de niños de doce años. Es decir, intentar escaquearnos de hacer los deberes y merendar como todos los días.

Jolines, ya no me acordaba que a la salida tenía que ir con mi tía Antonia a la estación de tren de Tortuosa a recoger a un amigo suyo. Ella me recogería en su coche como todo los días e iríamos a la estación. Este fin de semana íbamos a tener visita y me tenía que portar como un niño de doce años. Esto era lo que me había dicho mi tía, que a veces me tenía que recordar que no tenía 5 años, supongo por algunas travesurillas que no es cuestión de contarlas ahora.
Yo lo que tenía era hambre y estaba deseando recoger a Alex, el amigo de mi tía, para irnos a comer.
-¿A que hora llega Alex?- Le pregunté a mi tía.
-En media hora estará en Tortuosa- Respondió mi tía con aire alegre.
-Tengo hambre...y sed.
-Bueno, no te quejes, que cuando recojamos a Alex iremos a comer por ahí y podrás hartarte de cosas. Incluso podrás repetir postre- Me comentó con un tono reconciliador y pelota.

Parecía que a mi tía le interesaba que yo fuera un niño bueno, para que Alex se sintiera bien. Tal vez este Alex era algo más que un amigo para mi tía. Pasados unos eternos diez minuto, ya se podía leer, por fin, “Estación de Ferrocarril Roberto Torres Santamaría”. Mi estómago lo agradecía. Esta estación era inmensa en comparación al tamaño de tortuosa, que no era pequeña, pero tampoco grande. Supongo que pensaron que tortuosa iba a crecer mucho más de lo que efectivamente creció, como ocurrió con otros pueblos del litoral. Pero no fue así. Y su nombre es en honor de un filósofo famoso contemporáneo de la región, que postuló diversas teorías acerca del sentido de la vida o algo así. Yo aún no lo tengo muy claro. Esto es lo que cuenta mi tía, que tiene varios libros en la estantería. En definitiva, todo el mundo conoce a Roberto Torres el filósofo andaluz.
Ahora nos quedaba el numerito de aparcar. En parte me gustaba este momento, pues yo hacía de copiloto y ayudaba a mi tía a buscar un sitio. Me gustaba sentirme útil. Lo malo es que con la tripa vacía mi mente no funcionaba bien y casi se me nublaba la vista. Bueno, es una forma de hablar, pero con eso del hambre es que no me podía concentrar.
Bendito sea aquel señor de gafas de pasta rojas y un Hiunday Matrix negro que se marchaba de aquel, también bendito, sitio, ahora libre. Aparcamos y fuimos a esperar en “llegadas”. El tren traía diez minutos de retraso y yo pensé que por qué a mi me tenían que pasar estas cosas. Mi reino por unas ruffles jamón o un bocadillo de tortilla. Dios, pero que hambre tenía.

Allí estaba por fin. El amigo de mi tía había llegado. Parecía normal, nada del otro mundo. Pelo rizado, rubio y con un aire a David Bisbal. Espero que no cantara como el. Me van más Greenday y El Canto del Loco.
-¡Hola!- dijo mirando a mi tía con una sonrisa.
-¡Bienvenido!- respondió ella con cara de felicidad y dándole un fuerte abrazo.
-Alejandro García Murillo- me dijo, ofreciéndome su mano.
-Viento Núñez Pelayo- contesté orgulloso y sin demora, pues la comida esperaba.

Parece que por fin íbamos a comer. Con tanto lío ya casi había olvidado que había quedado con “el tornillo” para hacer unas averiguaciones. Espero que me diera tiempo.

martes, 28 de abril de 2009

Capítulo IV. La Pintada

Levanté mis ojos apartándolos de la pantalla de la PSP que descansaba sobre mis manos y pude leer lo siguiente: “VASTA DE INJUSTISIA, TODOS SOMO UMANO”. Alguien había escrito en letras mayúsculas negras e inmensas aquel mensaje sobre la fea pared de ladrillo junto a la entrada de mi casa. Hasta yo, que tenía sólo doce años, sabía que “Humano” se escribía con hache y que el autor o autora de aquella extensa “obra de arte” no tenía muchas nociones de ortografía castellana o al menos debía ponerse al día en este sentido. Había casi tantas faltas ortográficas como palabras contenía la frase. Ahora me estaba dando cuenta de que las clases de Don Julio, el profe de lengua, servían para algo además de para hacer avioncitos de papel con mensajes secretos.

Pero no fue aquello lo que llamó mi atención realmente en esa pared enladrillada. fue la pintada que había justo a la derecha de la primera, sí, la que estaba repleta de faltas y suponía un insulto para la ortografía castellana (digamos que nadie es perfecto, no?...o lo importante es el contenido y no el continente). Se podía distinguir una frase no menos impactante que venía a decir: “Te voy a matar. Antonia”.
No me lo podía creer. Mi cara parecía un poema y era como si hubiera visto pasar un fantasma. Mi PSP estuvo a punto de ir a parar al suelo de la impresión que me causó aquel claro mensaje en la pared. Afortunadamente pude evitar el desastre y la sostuve con ambas manos para que siguiera intacta y preservara su capacidad de proporcionarme grandes dosis felicidad en los momentos de mayor aburrimiento del día. Mi PSP estaba a salvo. Pero ahora lo que me importaba era la pintada. Parecía como una película de miedo. Esto era justo lo que pasaba antes de que el malo empezara a asesinar a gente, niños incluidos, sin ninguna razón lógica o sentido. Me refiero a las razones que conoces justo al final de la película o te quedas sin entender para siempre si no has prestado la suficiente atención. Pues era algo parecido. Era como una peli de miedo, de las que no veríamos a solas y menos aún a partir de las diez de la noche. De las pelis con las que luego soñamos. ¡Qué miedo!

Pues eso, me había quedado helado. No vivían muchas Antonias por el barrio y no había que ser muy listo para darse cuenta de que la Antonia de la pintada era mi tía en cuestión. También me enfadé mucho con quien hubiera escrito aquello, que, aunque no sabia quien era y no había cometido ninguna falta de ortografía -eso era lo de menos en este momento-pensé, había escrito algo muy feo y que no me gustaba nada. Me sentí muy mal -¿No se daba cuenta de que yo era un niño y también vivía allí?¿De que en cuanto llegara del colegio a mi casa iba a ver aquello escrito en la pared y me iba a “cagar” de miedo?¿Es que la gente no pensaba en nosotros, los más pequeños?- me pregunté resignado. Estaba claro que el grafitero o la grafitera no había tenido en cuenta que los niños somos pequeños seres muy sensibles.
Guardé mi consola con sumo cuidado en su funda dorada y me detuve a observar más de cerca la pintada. Miré, olí, releí, escudriñe y toqué detenidamente las letras e intenté estudiar más en profundidad aquel mensaje escrito en la pared. No sabía muy bien que buscar, así que empecé a mirar todo lo que se me ocurrió en ese momento a modo de CSI Tortuosa. Contenido y continente sólo me dieron pistas acerca de la posible profesión del autor o autora. Pensé que era médico, pues la letra era más bien complicada de entender. Mi tía me decía siempre que yo tenía letra de médico y que de mayor ya solamente me quedaba estudiar durante 6 años la carrera y unos más haciendo el MIR, pues la letra ya no me hacía falta cambiarla. Sinceramente, creo que se reía de mi, pues mi letra era más bien regular y en el cole, Don Julio siempre me ponía menos nota por mi deficiente caligrafía. Bueno, supongo que eso lo hacía para motivarme y que fuera mejorando con el tiempo...o por lo menos eso espero. La cuestión era que, a pesar de existir la posibilidad de estar ante un médico grafitero, también se podría tratar de un grafitero con un poco de prisa, pues si comparaba con la pintada de al lado, de letras negras y enormes, podía observar que la que nombraba a mi tía Antonia estaba mejor hecha pero más rápidamente, pues el trazo era claro y muy seguro, mientras que las letras grandes negras eran irregulares, con muchas manchas y muy inseguras. En definitiva, no tenía ni idea de quien había escrito aquello. Ahora el problema era cómo se lo iba a tomar mi tía cuando lo viera.

lunes, 27 de abril de 2009

Capítulo III. San Valentín, Araceli y “el Manopla”

“Don Manuel de Alba” pude leer, no sin grandes dificultades, en aquellas letras situadas por encima de la puerta de entrada a mi colegio. Así se llamaba el lugar al que no me quedaba más remedio que acudir todos los días entre semana. Se supone que ese tal Don Manuel de Alba fue uno de los escritores famosos que ha dado la ciudad de Tortuosa al mundo. Era uno de los dos colegios que había en la ciudad, el otro estaba al otro lado de nuestro gran pueblo y se llamaba Colegio Público Doctora Rocío Jiménez Fontana. Según dicen, era una famosa científica que había descubierto muchas cosas buenas y había llevado el nombre de Tortuosa hasta el último confín de España y media Europa. Desgraciadamente, a algún lumbreras se le había ocurrido que todos los niños y niñas de la ciudad teníamos que estar allí encerrados durante más de media semana, ni más ni menos, de lunes a viernes. Y lo peor no era eso. Lo que ya era para tirarse de los pelos era que había que estar allí a las ocho de la mañana. Si, habéis leído bien, a las ocho. A esa hora en la que cualquiera de nosotros, personas lógicas adultas y no adultas, desearía estar soñando con que nos estamos comiendo un gran helado de chocolate o de cualquier otro sabor cremoso y calórico.

Yo, apenas podía mantener abiertos los ojos frente a aquel sol cegador. Si, ya sé que eran sólo las ocho de la mañana y el sol por mucho que yo quiera no podía ser muy cegador, pero mis párpados no tenían fuerzas para mantenerse en todo lo alto y no les quedaba más remedio que sucumbir ante mi matutino sueño infinito. Tan sólo vivir con el consuelo de aquellas galletas rellenas de chocolate, que la generosa de mi tía había depositado en mi mochila la noche anterior, para aliviar mi pena por tener que ir al cole. Se supone que me las tenía que comer en el desayuno, pero yo casi me había comido ya la mitad del paquete. Siete eran las galletas que habían sufrido la ira de mi estómago y estaban ya en él, a pesar de que aún no había cruzado el umbral de la puerta de aquel centro educativo.
-¿Me das una?- me dijo Araceli con voz confiada y alegre. Era una amiga y compañera de clase. Ambos habíamos recorrido juntos el largo camino que nos había llevado hasta primero B de ESO. No había sido fácil, pero no por ello menos divertido. Araceli o “La Lupas”, como la llamaba la gente y como acabamos llamándola todos en el patio de la escuela, se enfrentaba, como yo, a la difícil tarea de comenzar un día de cole. Se escondía tras unas pequeñas gafas azules, que tapaban sus bonitos ojos marrones y siempre llevaba vestidos, nunca pantalones. Supongo que su madre tenía mucho que ver. Ariadna Blanco o lo que es lo mismo la madre de Araceli, para entendernos, era una señora que siempre iba muy arreglada, luciendo sus permanentes zapatos de eterno tacón, ya estuviéramos en verano o invierno, en la playa, en la ciudad o en la montaña. Para ella, parecía, todos los días eran como pasa en fin de año, pues nunca la vi repetir un modelo vistiendo. Menudo armario que debía tener aquella mujer.
Como he dicho, el rostro de “La Lupas” siempre estaba decorado por unas gafas azules y eran pocos los que habían visto su cara libre de lentes. Yo me encontraba entre uno de los elegidos, era muy guapa.
-Toma, ¡Qué aproveche!- le dije mientras le ofrecía el paquete para que ella misma se sirviera. Yo era glotón, pero “La Lupas” me caía bien y lo menos que podía hacer por ella era compartir alguna que otra galleta.
-Muchas gracias- me dijo haciéndome un cómplice guiño.
-¡Qué sueño tengo!- le dije cerrando los ojos lentamente, mientras hacia un gesto como si estuviera a punto de dormirme.
-Ufff...a mi me lo vas a contar- Respondió sincera y con resignación- Ayer estuve hasta las tantas viendo la final de Operación Triunfo para acabar quedándome dormida cuando dijeron quien había ganado...- añadió encogiéndose de hombros- ¡vaya faena!
***
Abrí los ojos y vi como aquella nube navegaba velozmente por el cielo azul de Tortuosa. Eran las cuatro de la tarde y me había ido con Araceli “La Lupas” y Jesús “El Manopla” a curiosear por aquella nave comercial abandonada. Pudimos ver, justo antes de llegar lo que había quedado de un antiguo restaurante chino, que según cuentan vio acabar sus días de gloria gracias a una redada de la policía nacional. Parece ser que “La gran muralla VI” preparaba rollitos llenos de drogas de esas que dicen en la tele que son muy caras y muy malas para el cuerpo. Son como unos polvillos blancos que te hacen ser distinto y ver cosas extrañas.
Eran unas instalaciones situada cerca de nuestro barrio, en el sudoeste de la ciudad. Se supone que en su día aquí se fabricaba y embotellaba una bebida que no tuvo mucho éxito. Se trataba de una antigua instalación comercial de una empresa de gaseosas ya desaparecida llamada “El Quinto Levanta”, famosa por sacar al mercado una bebida de extractos hecha a base de tagarnina. Era la Tagarcola. Yo no llegué a probarla. Mi tía Antonia me contó que no era nada del otro mundo, pero que se podía beber. Donde se ponga la coca cola...
Habíamos estado echando un vistazo y nos entró un poco de sueño, por aquello de haber tomado un almuerzo muy muy copioso, por lo menos en mi caso.
Yo me tumbé y en apenas un minuto, mis ojos se cerraron y empecé a soñar con mis cosas. Esta era otra de mis grandes habilidades, me quedaba dormido en cualquier sitio. Lo malo era que aún no controlaba el momento en el que el sueño se hacía dueño de mis actos. En resumen, que me dormía también cuando no debía o quería, por ejemplo durante las clases de Don Julio, el profe de lengua.

También fui el primero en despertar y como vi que los demás aún dormían, me puse a rebuscar en mis bolsillos en busca de algún entretenimiento. Noté que había un sobre en mi bolsillo izquierdo. Era la carta de San Valentín, que recibí la semana pasada, concretamente el viernes 13. Todos los años en el cole se celebra el día de San Valentín de un modo muy especial. Sí, ya se que el día de los enamorados es el 14 de febrero, pero como caía en sábado, pues en el cole se pasa al viernes para que los profes tengan la excusa de no hacer nada durante unas horas...no sé si eso es cierto, pero eso es lo que decía mi tía.
Yo estaba seguro de que aquella era la letra de María, pero para que me quedara claro tendría que hacer algunas averiguaciones. Sobre todo después de ver que Manolito, mi mayor enemigo, también había recibido carta de alguna admiradora. Yo no sé como alguien podía ver algo en Manolito. Era un ser despreciable, que no paraba de hacerme la vida imposible. La carta que tenía entre mis manos decía así:

“Querido Viento,

Te escrivo esta carta en este día de los enamorados para decirte que me caes muy bien y tu nombre es muy bonito. Me gusta verte en el colegio y cruzarme contigo en los pasillos y en el recreo. Espero que podamos quedar algún día para tomar un batido o algún elado y que yo también te guste.
Mis amigas dicen que yo te gusto también, pero yo quiero asegurarme antes de hacer nada, así que si te gusto quiero que me mandes alguna señal para que yo pueda saberlo. Tal vez podrías ponerte camiseta roja para decírmelo. Esa puede ser nuestra señal. Así que no lo olbides y mándame la señal de la camiseta roja para decirme que te gusto y entonces yo seré muy feliz y podremos estar juntos.

Muchos besos de tu admiradora secreta.”


Bueno, esa era la carta. Obviamente esa misma tarde estuve buscando camisetas rojas por toda mi casa y le pregunte a mi tía. Con una me hubiera bastado, pero mi tía tenía la absurda manía de obligarme a cambiarme de camiseta al menos cada 2 días. No entendía muy bien porqué, pues ¿qué más da un día más o menos? Hice el cálculo y necesitaba tener 2 o 3 camisetas para mandar mi mensaje. Mi tía tuvo que comprarme una camiseta roja para que dejara de recordárselo todos los días. No hay nada como ser pesado. Así que ahora mismo yo lucía una bonita y llamativa camiseta roja. La había heredado de mi tía, de cuando ella era más joven. Tenía un dibujo de una herramienta que usan para cortar el trigo en el campo y un martillo, que no sabía muy bien que significaba. Supongo que se trataba del logotipo de alguna empresa.

Mi camiseta roja y yo nos dirigimos al lugar donde dormía “el manopla”, Jesús para su familia y los profes del cole. Aproveché para verle bien de cerca sus manos. Era cierto en efecto que tenía una mano algo más grande que la otra. Al principio impresionaba, dado lo extenso de la leyenda urbana sobre el. Pero siendo sincero, no era para tanto. La gente a veces exagera y sólo por el hecho de una ligera variación en el tamaño de sus manos le empezaron a llamar “el manopla”, pobrecito. Lo odiaba, porque cada vez que se lo decían le recordaban ese pequeño defecto. Por lo demás era un tío legal y se podía contar con el. De todas formas, al final no le quedó más remedio que aceptar el mote que le había tocado y vivir con eso.

Lo que pasó allí esa tarde os lo contaré en otro momento...que ahora me ha entrado sueño otra vez y voy a dar una cabezadita.
Capítulo II. Manolito
-Te tengo dicho que no se puede empujar a los compañeros y menos cuando están bajando las escaleras del centro- le dijo indignada la profesora de matemáticas a Manolito.
-¡¡Señorita!!...¡pero si no he sido yo, ha sido viento!, jo...- le repetía continuamente Manolito a la profesora de Matemáticas, que ya estaba sacando un papel y un bolígrafo para ponerle un parte e informar a Aurora, la jefa de estudios. Manolito ya conocía bien el camino que le llevaba al despacho de Aurora y ya sabía lo que le esperaba. Bronca de la jefa de estudios, bronca de su madre al llegar a su casa, bronca del marido de su madre y bronca de su padre cuando se enterara.
-¡¡Manolito!!- exclamó la profesora -no me vengas con el rollo de acusar a tus compañeros. Yo he visto como empujabas a Luis y a Marta, así que no empieces otra vez con esas- dijo, dando por terminada la conversación.

Manolito era un compañero de clase que me odiaba hasta la muerte. Nunca supe exactamente que era lo que llevaba a manolito a tener esa rivalidad conmigo. Tenía una cicatriz en el brazo que enseñaba a todos por ahí y contaba no sé que historia de una caída con la bicicleta en la cuesta camino del mercado de Tortuosa, que era la mayor pendiente de todo el pueblo. Era mi mayor enemigo dentro del colegio. Tal vez María, esa chica tan guapa y simpática de la clase de al lado, era la causa de nuestro mutuo odio. Pero ahora no es momento de contaros nada sobre ella. Lo dejaremos para más adelante. Lo que había pasado realmente era que yo siempre me las ingeniaba para hacer pringar a Manolito con todas las gamberradas que pasaban por mi mente. No es por nada, pero yo era mucho más listo que Manolito, que siempre se metía en líos, muchas veces por mi culpa. Yo fui el que provocó que Manolito empujara a los demás en la escalera. Tan sólo hacía falta un poco de experiencia y práctica en el arte del dominó y, ya se sabe, si empujas una ficha en el momento justo, caerán todas.

No me gustaba que nadie se metiera conmigo y menos aún por causa de mi nombre. No sé que tenía de malo. A mi me gustaba como sonaba...VIENTO!!!!...además, yo lo veía como parte de un recuerdo de mis padres. Me ponía triste que alguien lo utilizara para insultarme, me acordaba de ellos y de que ya no estaban aquí. Manolito sabía que eso me hacía daño y se pasaba la mayor parte del recreo haciéndome la vida imposible. No me quedaba entonces más remedio que contraatacar y pensar formas de devolverle la moneda. A veces pensaba que me lo tomaba demasiado en serio y que era demasiado vengativo. Pero lo cierto era que no podía evitarlo y que las cosas no iban a cambiar hasta que Manolito empezara a comportarse como un niño de doce años y no de seis. Además de esto, no me gustaba como Manolito miraba a María. -¿Por qué se había tenido que fijar en ella?¿No había más niñas en el colegio o que?¿Lo hacía porque era mi peor enemigo?-me preguntaba continuamente y a veces no sabía como actuar. Cuando estaba delante de María me ponía un poco nervioso, no sé muy bien porqué, y era aún peor cuando Manolito estaba también presente.
En definitiva, Manolito iba camino del despacho de Aurora y seguro que le caía un buen castigo. Yo, mientras tanto paseaba tranquilamente por el pasillo del colegio en dirección a la clase de Lengua, con Don Julio. Don Julio era muy exigente con nosotros y si veía que no trabajábamos se ponía hecho una furia. Menos mal que hoy llevaba hechos los deberes, parecía que la suerte estaba de mi parte.
Capítulo I. Mi tía Antonia
-¡Jolines!-pensé. Ya estaba harto de que esas cuatro mujeres hablaran, hablaran y hablaran sin parar. A veces me preguntaba cómo eran capaces de no callarse ni un solo momento.
-¡Por favor! ¡Qué alguien le quite el agua a estas cotorras! A ver si se quedan sin saliva y no les queda más remedio que parar de hablar- volví a pensar. Nunca llegué a entender como eran capaces de estar ahí blablablabla y no quedarse sin temas o cosas que contarse.
Mi tía Antonia y tres de sus amigas, o mejor dicho, sus tres amigas, pues no tenía más, estaban tomando el café de la tarde con tertulia incluida. Era una práctica habitual los días entre semana. A mi que más me daba que Hortensia, la prima de Manolo el butanero del pueblo, se hubiese quedado embarazada o que a Jalu, que no tenía ni idea de quien era, se le hubiese muerto su padre. La charla de la tarde también me sirvió para enterarme de que Mario, el de la gasolinera, dejó a su mujer, Eva, tras 15 años de feliz matrimonio, según cuenta la gente de tortuosa. Se había fugado con una mujer 20 años más joven que él y además, rubia. Era curioso, pues parecía que a mi tía lo que más le molestaba de este último suceso no era el abandono en si, ni que fuese por una mujer joven y rubia, lo grave para ella era que se trataba de una ¡rubia teñida!. A menudo me resultaba difícil entender a los mayores...
A veces me entretenía con aquellas historias de pueblo, aunque hoy no era un buen día para mi. La charla infinita se me estaba haciendo más larga que de costumbre y era simplemente porque ya se habían acabado los bollitos de crema. Estaba muerto de hambre y mi bollo y el que le sobró a Juana, una de las amigas de mi tía, que estaba a dieta, me habían sabido a poco. Ni siquiera el segundo batido de vainilla que mi tía accedió a comprarme, generosa ella, pudo consolar mi pena glotona. Pues me duró un suspiro apenas. Mi tía me decía que masticara la comida y que tragara un poco más tranquilamente todo lo que me metía en la boca. Nunca olvidaré sus palabras, pues me lo repetía continuamente, “viento, sabías que los chinos mastican hasta cien veces la comida”. Automáticamente a mi mente venía una imagen de un montón de chinos famélicos, con rostros amarillos y pinta de hambrientos. Esto, desde luego no me servía de motivación para masticar. A pesar de todo, mi tía siempre insistía en ello, pero nunca le hacía caso.
Yo ya no sabía que hacer para que el tiempo pasara y pudiera volver a mi casita y jugar al ordenador y/o consola de videojuegos, ver la tele, escribir historias de miedo o irme a la calle con mis amigos y amigas del barrio. Fuera de aquella cafetería me esperaba un mundo repleto de sensaciones y yo permanecía allí, sin poder disfrutarlo.
Esto de tener doce años tenía pocos pros y muchos contras. Mi tía, que aunque era la mujer más guapa y simpática del mundo y yo la quería mucho, se empeñaba en protegerme todo el tiempo, como si fuese un bebé y no se daba cuenta de que ya era casi un adolescente, pues hacía dos años que había superado la barrera de los diez. Por fin mi edad tenía dos cifras. También es cierto que mi tía sólo me tenía a mí en este mundo. Bueno, a mí y a sus tres amigas del alma. Yo era toda su familia. Y yo la tenía a ella, por lo que me sentía muy afortunado, a pesar de los eternos cafés de sobremesa.

jueves, 22 de enero de 2009

Me llamo Viento


Aunque os pueda resultar extraño o peculiar, me llamo Viento Núñez Pelayo. Mi madre se empeñó en ponerme así, pues estaba enamorada del aire en movimiento y le fascinaban los días en los que la naturaleza se desataba y zarandeaba árboles y farolas. He de reconocer que mi padre y ella hacían muy buena pareja, pues eran dos hippies con locas ideas, locas pero claras, que se compenetraban y comprendían. A ella le encantaba ver las olas en el mar picado y disfrutar de las espumas blancas del vendaval que decoraban los fríos inviernos de Tortuosa. O por lo menos eso es lo que me cuenta mi tía Antonia siempre para consolarme los días que me pongo melancólico. Lo hace cuando comienzo a acordarme de que ellos se fueron hace ya once años. Supongo que le doy un poquito de pena. Yo sólo tenía un año cuando esto sucedió y si no fuera por las fotos, no sabría como eran sus caras. Mi tía me contaba historias sobre ellos y me decía que había heredado el ingenio de mi padre, pues continuamente estaba dándoles vueltas al coco para inventar cosas, ya fueran malas o buenas, y buscando excusas para no hacer los deberes del colegio e irme a jugar con mis amigos al fútbol. Supongo que eso de estar todo el tiempo de acá para allá era lo que provocaba que mi “tita Antonia”, como yo la llamaba, tuviera que gastar gran parte de su sueldo en alimentarme. Comía sin parar y dejaba asombrada a ella y sus amigas, con las que tomaba café todas las tardes. Me decían “el pozo sin fondo” y yo, cuando entendí a lo que se referían, empecé a pensar que tal vez tenían razón.
Bueno, seguiré con los donuts que me estaba comiendo, que ya os he contado demasiado de mi...umm, ¡me encanta el chocolate!