lunes, 27 de abril de 2009

Capítulo I. Mi tía Antonia
-¡Jolines!-pensé. Ya estaba harto de que esas cuatro mujeres hablaran, hablaran y hablaran sin parar. A veces me preguntaba cómo eran capaces de no callarse ni un solo momento.
-¡Por favor! ¡Qué alguien le quite el agua a estas cotorras! A ver si se quedan sin saliva y no les queda más remedio que parar de hablar- volví a pensar. Nunca llegué a entender como eran capaces de estar ahí blablablabla y no quedarse sin temas o cosas que contarse.
Mi tía Antonia y tres de sus amigas, o mejor dicho, sus tres amigas, pues no tenía más, estaban tomando el café de la tarde con tertulia incluida. Era una práctica habitual los días entre semana. A mi que más me daba que Hortensia, la prima de Manolo el butanero del pueblo, se hubiese quedado embarazada o que a Jalu, que no tenía ni idea de quien era, se le hubiese muerto su padre. La charla de la tarde también me sirvió para enterarme de que Mario, el de la gasolinera, dejó a su mujer, Eva, tras 15 años de feliz matrimonio, según cuenta la gente de tortuosa. Se había fugado con una mujer 20 años más joven que él y además, rubia. Era curioso, pues parecía que a mi tía lo que más le molestaba de este último suceso no era el abandono en si, ni que fuese por una mujer joven y rubia, lo grave para ella era que se trataba de una ¡rubia teñida!. A menudo me resultaba difícil entender a los mayores...
A veces me entretenía con aquellas historias de pueblo, aunque hoy no era un buen día para mi. La charla infinita se me estaba haciendo más larga que de costumbre y era simplemente porque ya se habían acabado los bollitos de crema. Estaba muerto de hambre y mi bollo y el que le sobró a Juana, una de las amigas de mi tía, que estaba a dieta, me habían sabido a poco. Ni siquiera el segundo batido de vainilla que mi tía accedió a comprarme, generosa ella, pudo consolar mi pena glotona. Pues me duró un suspiro apenas. Mi tía me decía que masticara la comida y que tragara un poco más tranquilamente todo lo que me metía en la boca. Nunca olvidaré sus palabras, pues me lo repetía continuamente, “viento, sabías que los chinos mastican hasta cien veces la comida”. Automáticamente a mi mente venía una imagen de un montón de chinos famélicos, con rostros amarillos y pinta de hambrientos. Esto, desde luego no me servía de motivación para masticar. A pesar de todo, mi tía siempre insistía en ello, pero nunca le hacía caso.
Yo ya no sabía que hacer para que el tiempo pasara y pudiera volver a mi casita y jugar al ordenador y/o consola de videojuegos, ver la tele, escribir historias de miedo o irme a la calle con mis amigos y amigas del barrio. Fuera de aquella cafetería me esperaba un mundo repleto de sensaciones y yo permanecía allí, sin poder disfrutarlo.
Esto de tener doce años tenía pocos pros y muchos contras. Mi tía, que aunque era la mujer más guapa y simpática del mundo y yo la quería mucho, se empeñaba en protegerme todo el tiempo, como si fuese un bebé y no se daba cuenta de que ya era casi un adolescente, pues hacía dos años que había superado la barrera de los diez. Por fin mi edad tenía dos cifras. También es cierto que mi tía sólo me tenía a mí en este mundo. Bueno, a mí y a sus tres amigas del alma. Yo era toda su familia. Y yo la tenía a ella, por lo que me sentía muy afortunado, a pesar de los eternos cafés de sobremesa.

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